Peine mono y el árbol que camina II

A la llegada de la noche los murmullos suaves del aliento selvático sonaban entre mi enredado pelo y mis orejas. Ataviadas y enrojecidas mis orejas por los secretos que traían los mosquitos desde bien profundo del monte, palpitaban emocionadas. Un par de helechos me ayudaron a escuchar mejor y a entender el bamboleo de la tierra. Una bebida de guaraná, unas guamas, y pescado frito con arroz acompañaron mi noche con el sonar de los sapos bajo el armatroste de casa que nuestros hospederos habían construído como cocina.

Entre el arroz retozaban los hemipteros, las drosófilas, los escarabajos y las incansables hormigas que palpaban el vapor del arroz cuando escapaba por entre las cavernas que la pila de arroz hacía. Nada estúpidas, primero rodeaban el plato y lo examinaban sistemáticamente antes de lanzarse de cabeza al delicioso calor letal.

Entre la penumbra bajo un par de Erythroxylon descansé la cena mirando la oscuridad de la noche. Los pequeños hijos de la tierra llegaron a nuestro encuentro con tintillas azules y negras en sus cuerpos. Mostrándonos cómo la sangre transparente de la enredadera, se tornaba azul y negra sobre sus pieles. Entre risas y jugueteos y cuentos sobre luces en el cielo, fuí invitado a la maloka a escuchar historias. Allí el sueño me atrapó en medio de un largo y profundo pensamiento.

Mi querida hamaca me esperaba colgando entre los postes de la maloka. Ese espíritu de feminidad que ella inspira con su forma curvada y las líneas de colores cayendo y levantándose al son de la gravedad con sus melenas desgonzadas flotando y meciéndose con el viento. Yo cariñosamente para no quebrar su terso tejido, enclavé mi espalda en sus rincones. Y las hojas caían como agua y brotaban del suelo como ríos. Todas las formas y todos los tonos de verde. Las sentía entre mis párpados y sus retículos corrugados jugueteaban con mis pestañas y cejas. Y así amanecí con la cara entre el fresco bosque.

Las chicharras llamaban a mi puerta y nuevamente los grillos entonaban un vehemente canto para que conociera al Peine Mono y el árbol que camina. Entre la algarabía y el criqueteo, pude comprender que tendría que cruzar un río, pedir permiso a los monos del jobo, llorar cortamente, tener una fiebre momentánea, comer mambe y quitarme la sed con las uvas caimaronas... repentinamente la instrucción del profesor sintonizó mi conciencia en otro plano. El día había iniciado y por casualidad tendría todo el tiempo dedicado a la botánica.

continuará...

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